Ernesto Acero, poeta, economista, periodista, politólogo nos comparte su sentimiento vuelto poema, su sentimiento vuelto canción, denuncia y memoria póstuma en honor de Ismael Castillo Villegas el niño-estudiante del CONALEP que fuera asesinado en el enfrentamiento entre sicarios y elementos de la policía estatal a la altura del poblado del Ahuacate, municipio de Tepic, el pasado viernes 9 de septiembre.
En memoria del joven estudiante Ismael Castillo Villegas
Ernesto Acero C.
Ahí está el Paraíso. Nunca se perdió.
Ahí está. No para todos. No,
no para todos. Nunca fue extraviado.
Se extraviaron las memorias, había delirio.
Se extravió la sangre.
Se extravió
la evocación, ya no están las viejas fotos raídas por el tiempo
y la desmemoria. Es el Paraíso.
No para todos. No para todos. No para todos.
El mundo se cayó entre sangre y sudor,
entre llamas de sol y entre nubes de sal y salvaje heredad.
No estallan volcanes ni hay calderas
asomando desde la boca del infierno,
ni el cielo se derrumba,
ni la leve brisa mueve las hojas en el suelo. Nada es.
Absolutamente nada.
Ni siquiera una pequeña luz en el cielo
horadado por sombras,
sino la fiesta llena de invitados (todos boleto en mano),
es lo que resuena en el aire cortado
por sonidos de plástico y sórdido metal.
Es parte de la costumbre,
parte del tétrico ritmo funerario
de una danza, de un rito
insondable que ya es parte de la bárbara rutina.
No hay lágrimas suficientes
para llorar
por la derrota
del polvo
y la opacada luz del sol
que corta sombras ya eclipsadas,
que fertiliza recuerdos latentes,
pero recónditos (pensemos
en esos huesos
arcaicos en la base del mar). Es la lejanía.
No debe haber lágrimas suficientes.
¡Ni siquiera debe haber lágrimas!.
Debe imponerse el viento que peinó tu cabello,
debe imponerse cada partícula de polvo
que derribó
tu radiante insensatez gloriosamente prematura,
como la de todos aquellos
movidos de casta perversidad. Nos recuerda
tus primeros pasos:
¡no nos arrojes a la fosa del olvido!. Trae a la memoria
los primeros rayos de sol. ¡Factúranos el sol!.
Hoy la tierra se muestra incendiada
y fría. Es la canción de la alegría
llena de insolente escarcha desafiando al sol.
Ese es el sonido del principio.
Principio mutilado, un sol desnudo y mutilado.
En el principio fue la somnolencia
(y la insolencia vivificante, bajada de las estrellas a golpes de verso)
y el calor de verano;
luego vino el polvo que levanta el sol con fuegos implacables
levantando vida y flores
que se multiplican
entre insectos que zumban y retumban
entre el odio
y el amor, entre la sombra,
la sal y el aliento
de fatuos dragones que conviven en cada espantoso esperpento,
y entre los helechos,
y entre los cactus que igual claman
por una gota de agua,
por una pequeña letanía de palabras
que caigan como cascada de viejos retratos,
de sonidos que se escuchan
como el secreto
de una alcoba entre las ramas
que tocan las nubes
y que se derriten entre los dedos del sol. Sol fragmentado.
Nada queda. Quizá solamente queda el sueño
y el incendio de una memoria
que no sabe nada, que nada sabe
de recuerdos ni de fotos viejas. Nada sabe.
Hoy, hijo de todos nosotros,
lavamos (estúpidamente lavamos)
con las lágrimas del sol
y con el dolor de cada uno de nosotros,
tus castas heridas,
tu sangre que escurre
como el breve hilo de agua cristalina
(un pequeño arroyo que mana de un llano incendiado).
Eres nuestra sangre
y nuestra memoria.
Eres la inocencia
y eres el principio,
eres el fin, eres tú entre todos nosotros
el latido que como cada señal de Mateo,
que como las duras voces duras del profeta Elías,
nos recuerdas
que el cielo
no está dado
para todos. Aunque el cielo se derrumbe
sobre las testas
del mundo entero. El cielo no está dado.
No para todos. No para todos. No para todos.
Tú te llevas las puertas del cielo,
(y te aseguras de tener también las del infierno).
Nos dejas el polvo que el sol fustiga
con severidad y gentileza,
y nos dejas soles y sombras
entre
el sudor de sangre de cada puerta,
de cada ventana que se abre al mundo,
como así lo exige cada herida
en tu inocente edad
en la pureza,
en la vastedad
de almas
incendiadas en el horizonte. No para todos.
Ahí está. No para todos. No,
no para todos. Nunca fue extraviado.
Se extraviaron las memorias, había delirio.
Se extravió la sangre.
Se extravió
la evocación, ya no están las viejas fotos raídas por el tiempo
y la desmemoria. Es el Paraíso.
No para todos. No para todos. No para todos.
El mundo se cayó entre sangre y sudor,
entre llamas de sol y entre nubes de sal y salvaje heredad.
No estallan volcanes ni hay calderas
asomando desde la boca del infierno,
ni el cielo se derrumba,
ni la leve brisa mueve las hojas en el suelo. Nada es.
Absolutamente nada.
Ni siquiera una pequeña luz en el cielo
horadado por sombras,
sino la fiesta llena de invitados (todos boleto en mano),
es lo que resuena en el aire cortado
por sonidos de plástico y sórdido metal.
Es parte de la costumbre,
parte del tétrico ritmo funerario
de una danza, de un rito
insondable que ya es parte de la bárbara rutina.
No hay lágrimas suficientes
para llorar
por la derrota
del polvo
y la opacada luz del sol
que corta sombras ya eclipsadas,
que fertiliza recuerdos latentes,
pero recónditos (pensemos
en esos huesos
arcaicos en la base del mar). Es la lejanía.
No debe haber lágrimas suficientes.
¡Ni siquiera debe haber lágrimas!.
Debe imponerse el viento que peinó tu cabello,
debe imponerse cada partícula de polvo
que derribó
tu radiante insensatez gloriosamente prematura,
como la de todos aquellos
movidos de casta perversidad. Nos recuerda
tus primeros pasos:
¡no nos arrojes a la fosa del olvido!. Trae a la memoria
los primeros rayos de sol. ¡Factúranos el sol!.
Hoy la tierra se muestra incendiada
y fría. Es la canción de la alegría
llena de insolente escarcha desafiando al sol.
Ese es el sonido del principio.
Principio mutilado, un sol desnudo y mutilado.
En el principio fue la somnolencia
(y la insolencia vivificante, bajada de las estrellas a golpes de verso)
y el calor de verano;
luego vino el polvo que levanta el sol con fuegos implacables
levantando vida y flores
que se multiplican
entre insectos que zumban y retumban
entre el odio
y el amor, entre la sombra,
la sal y el aliento
de fatuos dragones que conviven en cada espantoso esperpento,
y entre los helechos,
y entre los cactus que igual claman
por una gota de agua,
por una pequeña letanía de palabras
que caigan como cascada de viejos retratos,
de sonidos que se escuchan
como el secreto
de una alcoba entre las ramas
que tocan las nubes
y que se derriten entre los dedos del sol. Sol fragmentado.
Nada queda. Quizá solamente queda el sueño
y el incendio de una memoria
que no sabe nada, que nada sabe
de recuerdos ni de fotos viejas. Nada sabe.
Hoy, hijo de todos nosotros,
lavamos (estúpidamente lavamos)
con las lágrimas del sol
y con el dolor de cada uno de nosotros,
tus castas heridas,
tu sangre que escurre
como el breve hilo de agua cristalina
(un pequeño arroyo que mana de un llano incendiado).
Eres nuestra sangre
y nuestra memoria.
Eres la inocencia
y eres el principio,
eres el fin, eres tú entre todos nosotros
el latido que como cada señal de Mateo,
que como las duras voces duras del profeta Elías,
nos recuerdas
que el cielo
no está dado
para todos. Aunque el cielo se derrumbe
sobre las testas
del mundo entero. El cielo no está dado.
No para todos. No para todos. No para todos.
Tú te llevas las puertas del cielo,
(y te aseguras de tener también las del infierno).
Nos dejas el polvo que el sol fustiga
con severidad y gentileza,
y nos dejas soles y sombras
entre
el sudor de sangre de cada puerta,
de cada ventana que se abre al mundo,
como así lo exige cada herida
en tu inocente edad
en la pureza,
en la vastedad
de almas
incendiadas en el horizonte. No para todos.
Tepic, Nayarit. Verano de 2011
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